Ya están aquí. Han invadido la ciudad, y no son zombis.
Trepan por las paredes, y no son Spiderman. Vuelan, y no son Superman. Copulan
impúdicamente, y no son Berlusconi.
¡Son las hormigas voladoras! Cada año, tras las primeras
lluvias de otoño, un batallón de hormigas aladas se despliega por la ciudad, en
un hermoso aleteo, o danza errática, o meneo de caderas, buscando una buena
pareja para copular y un huequito donde establecerse. Eso las hembras, para los
machos con la cópula es suficiente, y mueren inmediatamente después, exhaustos
de tamaña pasión.
Es un arriesgado baile nupcial, porque los pájaros, ojo
avizor, no descansan. Ni tampoco las señoras con bolso de piel. ¡Zas! Bicho
asqueroso.
Las que consiguen aparearse (no las señoras, sino las hormigas) caen al suelo, pierden sus alas y, si tienen mucha suerte, encuentran el lugar idóneo para iniciar su nueva
casa. Excavan una galería y preparan la fiesta: manteles de hilo, cubertería de
plata, camareros con chaqué. Ya son reinas. Pronto nacerán las crías y todo se
llenará de vida: obreras excavadoras, forrajeadoras, soldados, machos alados. Y
un día, cuando la casa se quede pequeña, una nueva cohorte de princesas aladas hará
sus maletas y, tras las primeras lluvias de otoño, alzará el vuelo,
desplegándose por la ciudad, en un hermoso aleteo, o danza errática, o meneo de
caderas.
La vida se renueva.
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