Madrid, 4 de Agosto de 2013
Estimada víctima de robo:
Ayer por fin forcé tu puerta.
Llevaba días acechando tu edificio. Ya estaba perdiendo la
paciencia: con esto de la crisis parecía que ningún vecino se iba a
marchar de vacaciones. Y yo siempre apostado a la sombra de los
tilos, con este calor implacable que castiga Madrid en agosto,
vigilando el portal, anotando quién vive en qué piso, registrando
cada entrada y salida, cada visita, cada movimiento fuera de lo
habitual. Y por fin tú, vecino ocioso del Quinto derecha, te
decidiste a hacer las maletas y partiste en tu Ford Fiesta con tu
sombrilla, tu pelota de playa, tu señora pelirroja y toda tu prole
llena de pecas y mocos.
Aquella misma tarde, a esa hora
en que el mercurio de los termómetros amenaza con desbordarse,
mientras duermen los vecinos, los policías, y hasta los pájaros,
entré en tu apartamento. He de reconocer que, nada más abrir la
puerta, me envolvió un sentimiento de desánimo. Sé reconocer las
casas Ikea desde el primer vistazo. Correcta pero vulgar, esta era
una de ellas, lo que significaba que debía olvidarme de encontrar
nada de demasiado valor. Con la celeridad que me confiere la
experiencia, reuní todo lo robable en pocos minutos. Nada del otro
mundo: Un ordenador portátil, un par pendientes de oro, una
gargantilla, algo de dinero y una cámara de fotos. No, rico no me
haría, pero al menos sacaría para un par de buenas cenas en el
"Rincón del Chef" una vez que lo hubiera vendido todo a
Macaco, mi comprador del rastro.
Generalmente, tras "limpiar"
la casa en cuestión, salgo de ella sin mirar atrás, cargando el
botín en una mochila de colegial, saludando amablemente a algún
vecino si es que nos cruzamos en el portal, ayudando a la viejecita
del Segundo a bajar los últimos escalones o abriendo la puerta con
mirada anhelante a la tía buena del Cuarto. Con el tiempo he
descubierto que nadie sospechará de mí: ya nadie conoce a nadie en
su propio edificio. Después me voy a otro barrio, me apuesto en la
acera delante de un hermoso edificio residencial, bajo los tilos,
siempre bajo los tilos, y repito el proceso: Espiar, entrar, robar,
salir.
Sin embargo ayer algo me detuvo
cuando estaba a punto de abandonar tu apartamento. Tras un cuadro del
salón que, en última instancia, dudé en robar, más que por su
valor por su belleza (representaba una armoniosa escena de playa),
había una carta en que alguien había escrito con grandes letras: "A
tí, ladrón". Instintivamente, me dí la vuelta de un salto,
presto a la huída, sintiéndome descubierto. Después recuperé la
razón. La casa estaba vacía. Nadie había allí conmigo. Sin
embargo...esa carta...¿acaso era un juego de los niños? ¿iba en
realidad dirigida a mí? ¿cómo podría nadie haber adivinado que
yo...? Me senté azorado en el sofá. Abrí con manos temblorosas el
sobre, blanco inmaculado, con aquellas palabras delatoras que tanto
me habían perturbado. Comencé a leer:
"Querido ladrón,
Llevo semanas acechándote desde
mi ventana. Te observo día tras día, mientras bostezas apostado
bajo los tilos, siempre apuntando en tu cuaderno. ¿Quién si no un
ladrón podría estar interesado en nuestro aburrido vecindario? Ayer
te seguí hasta tu casa. Cúanto nos divertimos por la noche mi
mujer, los niños y yo imaginándonos robando al ladrón. ¿Y por qué
no? Así que hoy hemos hecho las maletas para marcharnos de ficticias
vacaciones... Mientras lees estas lineas estamos vaciando tu precioso
apartamento. ¡Esperamos que hayas disfrutado de tu robo! Nosotros
sin duda, lo estamos haciendo. Por cierto, ni el ordenador ni la
cámara funcionan. Y las joyas, por supuesto, son falsas."
Plegué el papel, con la mirada
aún atónita. Después me rasqué la cabeza y me sacudió una
incontenible carcajada. Todavía doblado por la risa, abandoné mi
botín junto a la entrada, y cerré la puerta de tu casa tras de mí.
Le lancé un piropo a la vecina del Cuarto (¡menudas piernas!) y
salí del portal.
Cien años de perdón, amigo,
cien años.
Ps. Te he regado los geranios.