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viernes, 6 de agosto de 2010

Un ciervo en Nueva York (o Afropelos)


Me siento en el metro y miro. Con los ojos redondos y la boca redonda para que no se me escape nada. Con mi bocado de hierba a medio masticar. Con las orejas hacia arriba.

Me gusta mirar el pelo de los negros. El pelo de los negros es como las células de un porífero. Uno nunca sabe si cada pelo es un pelo o si forma un todo indivisible junto con sus compañeros. El pelo de los negros no es rizado. Es mucho más que rizado. Es un mero impulso eléctrico. Una onda de mínima amplitud y máxima frecuencia. Un calambrazo. Un susto. Un grito. Un cristal que se rompe.
A veces se hacen trenzas muy prietas, pegaditas al cráneo, o bailonas al viento, o ambas cosas a la vez, porque en el pelo de los negros todo es posible, como en las escaleras de Escher. A veces se lo alisan, creo que usan cada mañana una apisonadora sumergida en una piscina de gomina. Y construyen catedrales góticas de pelo brillante y tieso. Y caracolas y flores y delfines de pelo-porífero.
También me gusta mirar la piel de los negros. Sobre todo la línea divisoria entre el blanco de las palmas de las manos y el negro del dorso. Y la de las plantas de los pies. Es como si se les hubiera olvidado pintarse del todo, como a Baltasar en la cabalgata. Les intento mirar detrás de las orejas para cerciorarme de que no hay trampa ni cartón.
Les miro las uñas tan blancas y los codos tan oscuros que son casi azules. Miro a las señoras de carnes exuberantes y culos respingones ¡los tienen tan altos que parece que empiezan a mitad de la espalda!

Luego llega mi parada. Pestañeo, cierro la boca y trago mi bocado de hierba. Me levanto y me voy con la cabeza llena de trastos nuevos.



lunes, 2 de agosto de 2010

Capítulo Pi. Donde se relata la breve y desafortunada historia del flamante y terso balón de volley playa y su fatal desenlace en la jungla urbana neoyorkina, junto con otros no esperados sucesos de feliz acontecer

(En el siglo diecisiete sí que sabían poner títulos)

El sábado nos compramos un balón de volley playa. Flamante cual coche de bomberos, de color rosa princesita, que es lo que somos Nacho y yo. Liso, brillante, terso (también como Nacho y como yo).
El domingo lo estrenamos con Gema y Jose en Central Park. Ya en la calle seguíamos jugando, contras las advertencias del sensato y prudente Nachito Grillo, cuando en una mala recepción…¡No! (balón carretera), ¡Nooo! (autobús viniendo), ¡NOOO! (autobús muy cerca), ¡¡¡NOOOOOOOO!!! (balón pum).
Hoy, para compensar, ha llamado un señor a mi puerta trayéndome la cartera que perdí hace un mes. Y mira, me han entrado esperanzas con esto de la compensación universal…He pensado en ir a tirar el balón de baloncesto al río…a ver si luego viene la vecina de al lado a devolverme la bici que perdí en el ferrocarril hace dos años.


(¿Y a Tom Hanks le duró cuatro años el señor Wilson?)